1 de junio de 2007

Frankenstein o el mito de la educación como fabricación

Libro: “Frankenstein, educador”

Autor: Meirieu, Phillipe

Ed. Laertes, Barcelona. 1995

La educación necesaria, o por qué jamás se ha visto una abeja demócrata

Hay cosas que, curiosamente, se olvidan pronto. Para empezar, que el hombre no está presente en su propio origen. Que nadie puede darse la vida a sí mismo aunque adquiera, o crea adquirir, progresivamente la capacidad de dirigirla por su cuenta y de conservarla cuanto más tiempo mejor. Nadie puede darse la vida a sí mismo, y nadie puede, tampoco, darse su propia identidad. No elegimos cómo nos llamamos: eso, por una parte, lo heredamos, y por otra parte nos es impuesto por los padres. Nuestra opinión no cuenta. Y, aunque no nos adhiramos a las alegaciones fantasiosas de quienes creen que nuestra vida queda determinada en gran medida por la elección de un nombre de pila en la que no participamos, al menos hemos de admitir que somos introducidos en el mundo por adultos que hacen, como se dice, “las presentaciones”. “Aquí, mi hijo. Se llama Jaime o Ahmed. Hijo mío, aquí el mundo, y no sé en realidad cómo se llama: Francia o Europa, el Caribe o el Islam, la televisión o los Derechos Humanos. Pero ese mundo existe: formamos parte de él, más o menos, pero ahí está. Ya estaba ahí antes que tú, con sus valores, su lenguaje, sus costumbres, sus ritos, sus alegrías y sus sufrimientos, y también con sus contradicciones. Ese mundo, por supuesto, no lo conozco del todo. Por supuesto, no todos sus aspectos me parecen bien. Pero ahí está, y yo formo parte de él. Formo parte de él y debo introducirte en él. Debo, para empezar, enseñarte las normas de la casa, de la domus que te acoja. Tendrás que someterte a ellas y eso, sin duda, será para ti una fuente de preocupaciones y quizá incluso de algunos tormentos. Integrarse a la domus siempre es un poco una domesticación, un asunto de normas a respetar y hábitos que adquirir, de códigos que aprender y de obligaciones a las que hay que someterse. Es normal, al fin y al cabo, que aquél que llega acepte algunas renuncias para tomar parte de la vida de aquellos que le acogen. Ése es el precio a pagar para que te conviertas en miembro de la comunidad”.

Y es que, según expone Daniel Hameline (1973) “no se ha dado el caso de que un ser humano haya alcanzado el estatus de adulto sin que hayan intervenido en su vida otros seres humanos, éstos adultos”. El pequeño humano llega al mundo generosamente provisto de potencialidades mentales pero esas potencialidades están muy poco estabilizadas. El hombre se caracteriza, nos explican los antropólogos, por su fabulosa capacidad de aprendizaje. Pero el reverso de la medalla es que el niño tendrá que aprender todo lo necesario para vivir con sus semejantes. Al nacer, no sabe nada, o sabe muy poco, ha de familiarizarse con multitud de signos, acceder a una lengua llamada “materna”, inscribirse en una colectividad determinada, aprender a identificar y respetar los usos, las costumbres y los valores que su entorno primero le impone y después le propone.

En eso se diferencia el hombre del animal: nadie ha visto jamás una abeja demócrata. Genéticamente, la abeja es monárquica: su sistema político va inscripto en sus genes y no es libre de cuestionarlo. En cambio, ningún hombre está en esa situación: todo hombre ha de elegir sus valores, tanto en el ámbito moral como en el social y el político. Todo hombre llega al mundo totalmente despojado, y por eso todo hombre ha de ser educado. La riqueza de su patrimonio genético se empareja con una extrema disponibilidad que es también una dependencia extrema; los casos de “niños salvajes” adoptados por animales o que han crecido alejados de los hombres atestiguan la necesidad imperiosa de una gestión educativa que acompañe la entrada del niño en el mundo. Ninguno de tales niños, a pesar, a veces, del empeño pedagógico de educadores modélicos, ha podido enlazar con un desarrollo normal ni integrarse en la colectividad humana. El doctor Itard, interpretado y puesto en pantalla por François Truffaut en “El niño salvaje” fue, sin duda, un hombre notable, un educador obstinado cuyos métodos, todo sea dicho, no fueron tan dulces como los vemos en la película, pero que, eso sí, inventó instrumentos pedagógicos que los niños de hoy siguen utilizando en la escuela materna. Con todo, no alcanzó el fin que se había propuesto: que Víctor, ese niño encontrado en los bosques del Aveyron, accediese al lenguaje articulado y a una vida social normal. Cabe intentar, como lo han hecho algunos autores, entender los fracasos de Itard y exponer que no supo encontrar los métodos eficaces… También cabe considerar que la dificultad de la tarea es tal que hace peligrar la posibilidad misma de que un niño pueda integrarse tardíamente a la sociedad humana, sin haber sido introducido en ella desde muy temprano y de modo progresivo. En relación a eso, Daniel Hameline atina en señalar que “la famosa ficción imaginada por Rudyard Kipling en su “Libro de la selva” sitúa, alrededor de Mowqli, bajo la apariencia de un simbolismo animal, un entorno de adultos que le abren un campo para la experiencia de la vida, le inducen a ciertos riesgos y, al mismo tiempo, le protegen: adultos que, en suma, aseguran su educación

El niño necesita, pues, ser acogido, necesita que haya adultos que le ayuden a estabilizar progresivamente las capacidades mentales que le ayudarán a vivir en el mundo, a adaptarse a las dificultades con que se encuentre y a construir él mismo progresivamente, sus propios saberes. Tenemos así, que la actitud de los progenitores, desde los primeros días de la vida es determinante: la sonrisa con que la madre responde a la inquietud del bebé permite a éste disponer de un punto de referencia estable en el universo extraño que descubre; las palabras repetidas regularmente despiertan su atención; los ritmos de la vida cotidiana le estructuran progresivamente el tiempo y le permiten construir las primeras relaciones de causa a efecto. Luego vienen experiencias más complejas: el reconocimiento del propio cuerpo en el espejo, el descubrimiento, en juegos de escondite, de que un objeto no aparece enteramente cuando sale del campo visual, la toma de conciencia, lenta y progresiva, jalonada y formalizada por intervenciones adultas y organizada en un espacio en el que el tanteo puede realizar siempre las mismas experiencias porque la memoria de los actos permite ganar tiempo y eficacia. Más adelante, cuando sean posibles los intercambios por medio del lenguaje elaborado, podrán construirse, mediante el diálogo, verdaderos hábitos intelectuales: la reformulación sistemática y benévola de las expresiones equívocas favorecerá la construcción del pensamiento; la discusión, con ocasión de menudos incidentes de la vida cotidiana, podrá invitar al niño a reflexionar, prever y planificar… De ese modo, como la pared que el albañil ha de apuntalar para que se sostenga mientras no pasa de ser un conjunto de tierra y piedras mal ensambladas, el niño ha de beneficiarse del apuntalamiento del adulto. No puede construirse a sí mismo mentalmente, al margen de los reclamos de su entorno: es ese entorno el que, en muy gran medida, lo construye.

Y es en este punto que, la mayor parte de las veces, se detiene el psicólogo: afirma la importancia de los reclamos del entorno para la construcción de la inteligencia del niño y puede ayudarnos, con ello, a crear situaciones educativas más apropiadas. El sociólogo, por su parte, subraya las determinaciones socio-culturales de ese proceso: explica por qué no todos los medios sociales son igual de operativos en ese ejercicio y cómo los más favorecidos de esos medios consiguen transformar las diferencias en los modos de estructurar la inteligencia en desigualdades que se inscriben en una jerarquía social implacable. Unos y otros, psicólogos y sociólogos, ponen, pues, el acento en la importancia de la intervención educativa en la construcción de las sociedades humanas.

Con todo, ¿no abandonarían, quizá, a veces, el hecho de que esa intervención tiene también una función decisiva de enlace entre las generaciones? Educar no es sólo desarrollar una inteligencia formal capaz de resolver problemas de gestión de la vida cotidiana o de encararse a dificultades de orden matemático. Educar, es también, desarrollar una inteligencia histórica capaz de discernir en qué herencias culturales se está inscripto. “¿De quién soy hijo o hija?”, se pregunta siempre el niño. “¿De quién soy realmente hijo o hija?”, es, a veces, el interrogante del adolescente, en esos instantes de extraño ensoñamiento en que imagina haber sido abandonado de pequeño en los peldaños de una iglesia. He ahí un delirio inquietante para aquél que no se dé cuenta de hasta qué punto la búsqueda identitaria es también, y básicamente, una interrogación sobre los orígenes. Es porque si lo es que el niño y el adolescente no se preguntan tan sólo quiénes son sus progenitores, sino también: “¿De qué soy hijo o hija? ¿De qué genealogía familiar, de qué historia religiosa, cultural y social soy heredero?”

Porque también ahí el niño es “hecho”. Así como no se ha creado a sí mismo físicamente de la nada, así como no ha podido desarrollarse psicológicamente sin un entorno educativo específico, tampoco puede construirse como miembro de la colectividad humana sin saber de dónde viene, en qué historia ha aterrizado y qué sentido tiene esa historia. Todavía más precisamente: sólo puede vivir, pensar o crear algo nuevo si ha hecho suya, hasta cierto punto esa historia, si esta le ha proporcionado las claves necesarias para la lectura de su entorno para la comprensión del comportamiento de quienes le rodean, para la interpretación de los acontecimientos de la sociedad en la que vive. No puede participar de la comunidad humana si no ha encontrado en su camino las esperanzas y los temores, los arrebatos y las inquietudes de quienes le han precedido: todos esos rastros dejados, en ese fragmento de tierra en que vive, por predecesores que mediante esos rastros le dan consejos que no siempre le servirán, pero que no puede ignorar más que al precio de repetir eternamente los mismos errores y quizá, más grave todavía, de no comprender por qué son errores y por qué los hombres los pagan…

Educar es, pues, introducir a un universo cultural, un universo en el que los hombres han conseguido amansar hasta cierto punto la pasión y la muerte; la angustia ante el infinito, el terror ante las propias obras, la terrible necesidad y la inmensa dificultad de vivir juntos… un mundo en el que quedan algunas “obras” a las que es posible remitirse, a veces tan sólo para asignar palabras, sonidos o imágenes a aquello que nos atormenta, tan sólo para saber que no se está solo. Lascaux y el canto gregoriano, el Roman de Renanrt y las catedrales, Rabelais y Diderot, Leonardo da Vinci y Mozart, Picasso y Saint – John, Perse, no son más que esos elementos fijos que permiten a aquél que llega saber dónde está, reconocerse y “decirse”. Sin esas u otras referencias, lo que soy y experimento corre el riesgo de no alcanzar nunca un nivel de expresión en que la inteligencia pueda apropiárselo; sin eso, yo me anularía en la expresión del instante, sin capacidad de pensamiento, de memoria o siquiera de lenguaje. “El nacimiento y la muerte”, explica Hannah Arendt (1983), “presuponen un mundo en el que no hay un movimiento constante, cuya durabilidad, por el contrario, cuya relativa permanencia, posibilita aparecer y desaparecer en él: un mundo que existía antes de la llegada del individuo y que le sobrevivirá. Sin un mundo al que los hombres vienen al nacer y que abandonan al morir, no habría nada más que el eterno retorno, la perpetuidad inmortal de la especie humana, semejante a la perpetuidad de las otras especies animales”

Por lo demás, sin duda esa cuestión se planteaba menos ayer, hace algunos decenios, de lo que se plantea hoy. No ha pasado tanto tiempo desde que las diferencias de una generación a otra eran mínimas: las generaciones sucesivas se superponían unas a otras en el grado suficiente para que el vínculo transgeneracional quedase garantizado, por decirlo así, por impregnación, sin que se pensara realmente en ello y sin que fuese producto de una acción ordenada/sistemática: se sabía, en las familias, que eran la Ascensión y Pentecostés, o quiénes era tales o cuales figuras públicas de los propios tiempos… La mayoría de los franceses podían decir algo sobre Robespierre y Danton, e incluso recitar algunos versos de Víctor Hugo. De todo eso se hablaba de vez en cuando durante las comidas, y eran cosas que reaparecerían en las conversaciones con la frecuencia suficiente para que la transmisión se realizase mediante un juego sutil de evocaciones y explicaciones. También, en todas partes… se cultivaba el recuerdo del barrio o del pueblo natales, de sus personajes típicos y de sus acontecimientos destacados. A veces no era gran cosa, pero bastaba para que la generación siguiente no fuese del todo extraña a la precedente… o para que no tuviese que redescubrirlo tardíamente por la vía indirecta de manifestaciones folklóricas de gusto a menudo dudoso.

Hoy, en cambio, vivimos una aceleración sin precedentes en la historia. De una generación a otra, el entorno cultural cambia radicalmente, hasta tal punto que la transmisión por impregnación se ha hecho, en algunas familias, particularmente difícil. La oleada de imágenes televisivas es, a veces, la única cultura común en grupos familiares reducidos a su más simple expresión: un conjunto de personas que utilizan la misma heladera. A falta de nada que compartir, ni comidas, ni preocupaciones, ni intereses convergentes, ni cultura común, las relaciones entre generaciones se han “instrumentalizado” según explica el sociólogo Alain Touraine, ya no se habla de veras, se intercambian servicios: “Quédate en casa a cuidar de tu hermana y tendrás dinero para salir” “Ahí tienes mi ejercicio de lengua; he hecho lo que me has pedido, con una introducción y una conclusión y sin faltas de ortografía; ahora, me pones la nota que me corresponde y quedamos en paz. No me pidas que, además, me interese por el texto que me has hecho estudiar. Tu vida es tuya. La mía es mía. ¡Hacemos tratos comerciales, no otra cosa!”

En esas condiciones de aumento del desfasaje entre generaciones y de inmolación de la transmisión cultural, encontramos a adolescentes “bólido”, sin raíces ni historia, sin acceso a la palabra, dedicados por entero a satisfacer impulsos originales. Parte de ellos son incluso susceptibles de precipitarse en algún “fundamentalismo”, de dejarse atrapar por algún fanatismo sin pasado ni futuro y quedar absorbidos por un ideal fusionario que les permita, por fin, existir dentro de un grupo, encontrar una identidad colectiva por medio de la renuncia a cualquier búsqueda de identidad social. Los peligros de esa deriva están tan claros ante nuestros ojos que por fuerza han de confortarnos por la convicción de que, así como somos concebidos biológicamente por lo padres, y así nos construye psicológicamente el entorno, nuestra condición social, por su parte, ha de inscribirse en una historia y desarrollarse gracias a la transmisión de una cultura. De ese modo se ve confirmada la enérgica afirmación de Kant: “El hombre es el único ser susceptible de educación (…) El hombre no puede hacerse hombre más que por la educación. No es más que lo que ella hace de él. Y observemos que no puede recibir esa educación más que de otros hombres que a su vez la hayan recibido

Pigmalión o la fortuna pedagógica de una curiosa historia de amor

El hombre, pues, acabamos de verlo, es “hecho” por otros. Una o más personas se encargan siempre, de un modo u otro, de su educación. A veces, esas personas intentan hacer los mejor que saben. ¿Se les puede echar eso en cara? Más bien debería preocuparnos el caso inverso de la indiferencia o la negligencia, el pesimismo o el fatalismo. Quien tenga a su cargo la educación de alguien debe poner en ello toda su energía, ha de multiplicar las solicitaciones, ha de comunicarle los saberes y los “saber hacer” más elaborados, ha de equiparle cuanto más mejor para que, cuando deba encararse sólo al mundo, pueda asumir lo mejor posible las opciones personales, profesionales o políticas que tendrá que tomar.

En el siglo XVIII se hablaba de “perfectibilidad” del hombre. Helvétius explicaba: “La educación lo puede todo, incluso hacer que los osos bailen” Hoy preferimos hablar de educabilidad e insistir en la necesidad de apostar a que “todos los niños puedan ser logros”. Ahora nadie puede decir de nadie: “No es inteligente, no hará nada”, porque nadie puede jamás saber si han probado todos los medios y métodos para que haga algo. Otros insisten en la “modificabilidad cognitiva” (Feuerstein) y con ello se enfrentan a las comodidades de una “psicología de las dotes” que da explicación a todo y justifica, a bajo precio, la pasividad, el fatalismo, incluso la incompetencia del educador.

Recordemos que hace menos de un siglo, pese a algunas mentes audaces, la mayor parte de las dificultades intelectuales de los niños eran consideradas deficiencias mentales congénitas e incurables. Hoy, en cambio, muchos educadores se dedican precisamente a “reeducar” a aquellos a los que en otros tiempos se creía excluidos para siempre jamás del acceso al lenguaje y a la cultura. Otros niños, víctimas de traumatismos psicológicos o sociológicos graves, no hace tanto que eran recluidos durante años y años sin que se intentase de veras sacarlos adelante. Hoy, les acompañan psicólogos y educadores convencidos de que una acción educativa y terapéutica bien llevada puede permitirles reconstruir sus equilibrios fundamentales. Y en cuanto a aquellos que han sufrido daños fisiológicos irremediables, se les dedican cuidados atentos y se insiste en proponerles actividades artísticas y culturales susceptibles de permitirles expresar, pese a la carga de su desventaja, su “humanitud”.

En el campo escolar, la evolución es del mismo orden: así como hace una veintena de años dominaba una “sociología determinista” que hacía de la escuela una máquina para la reproducción sistemática de las desigualdades sociales, hoy se descubren fenómenos que se denominan “efecto - maestro” o “efecto – centro educativo”; claro que la posición social de los alumnos sigue determinando en enorme medida su futuro escolar… pero, a igualdad de posición social, se discierne la existencia de prácticas pedagógicas y de proyectos de centros que permiten esperar éxitos que quebranten el fatalismo.

Ocurre, pues, como si la modernidad educativa se caracterizase por el potente auge del poder del educador, mientras que en otros tiempos había resignación ante el hecho de que las cosas se hicieran de modo aleatorio, en función de la riqueza del entorno del niño y de la oportunidad de lo que se fuese encontrando, hoy se pretende controlar lo mejor posible los procesos educativos y actuar sobre el sujeto a educar de modo coherente, concertado y sistemático… para su máximo bien. Se sabe, hoy más que nunca, la importancia que tiene la educación para el destino de las personas y el futuro del mundo, y no queremos abandonar un asunto tan importante al azar. El educador moderno aplica todas sus energías y toda su inteligencia a una tarea que juzga al mismo tiempo posible (gracias a los saberes educativos ahora estabilizados) y extraordinaria (porque afecta a lo más valioso que tenemos: el hombre). El educador moderno quiere hacer del hombre una obra: su obra.

Y su optimismo voluntarista se ve, ahí, sostenido por el resultado de trabajos que confirman ampliamente la influencia considerable que un individuo puede tener sobre sus semejantes tan sólo por la mirada que les aplica: los psicólogos y los psicólogos sociales destacan, en efecto, lo que denominan “efecto expectativa”; subrayan hasta qué punto la imagen que podemos formarnos de alguien, y que le damos a conocer a veces sin darnos cuentas, determina los resultados que se obtienen de él y de su evolución. Rosenthal y Jacobson (1980), en una obra que tuvo gran resonancia, explican que si a unos enseñantes se les dice que tales alumnos tienen grandes capacidades intelectuales, todas las posibilidades están a favor de que obtengan de ellos resultados excelentes, porque, convencidos de esas capacidades, esos enseñantes se dirigirán a esos alumnos de un modo diferente, con una actitud particularmente benévola susceptible de hacerles entrar en confianza gracias al respaldo a sus esfuerzos y a la atribución de sus dificultades o fracasos a flaquezas pasajeras fácilmente superables. Otros estudios exponen incluso que los enseñantes, cuando corrijan los ejercicios de esos alumnos, filtrarán los errores mediante una especie de censura con objeto de que el resultado no desmienta las certidumbres que tienen a su respecto. Se habla, en consecuencia, de predicción creativa, e incluso de autorrealización de profecías, aludiendo con ello al considerable poder de atracción del maestro que, decretando que tal alumno es un buen alumno y comportándose con él como si fuese tal, lo induce a modificar el comportamiento para mostrarse digno de la imagen que se tiene de sí. La literatura, por lo demás, nos proporciona ejemplos de ese fenómeno, como esa narración de Marcel Pagnol (1983) en la que Lagueau, un mal estudiante peculiarmente reacio a la institución escolar y aterrado por un padre que quiere que triunfe en la escuela, logra gracias a una serie de artimañas ideadas por su madre, su tía y sus compañeros, que sus profesores lo vean como un buen alumno. Y Pagnol escribe: “Desde que los profesores empezaron a tratarle como un buen alumno, se convirtió de veras en uno: para que la gente merezca nuestra confianza, hay que empezar por dársela”. Pero, claro está, también es cierto al revés, y cada cual ha podido comprobarlo por sí mismo: hay, como decía Alain, “un modo de preguntar que mata la buena respuesta”; tenemos a aquél del que no se espera nada bueno y que se abandona a lo peor; o está aquél del que se dice: “Ese chico no es inteligente” y, para no desautorizar una opinión tan sentenciosamente formulada, o tan sólo porque no se siente apoyado en los esfuerzos que intenta, se considera obligado a hacer que se cumpla la predicción.

He ahí, pues, al educador muy lejos de la impotencia a la que a veces se le ha pretendido condenar. He ahí que es capaz de identificar las situaciones que permiten “hacer un hombre”. He ahí, incluso, que puede conseguir que se cumplan sus propias predicciones por la sola fuerza de su mirada, por la atracción intrínseca de sus convicciones. No sorprende, pues, que, para describir el fenómeno del “efecto expectativa”, Rosenthal y Jacobson recurriesen al mito de Pigmalión y titulases su obra precisamente “Pigmalion en la escuela”.

La modernidad, en ese punto, se adscribe, y trata de realizarlo a gran escala, a un proyecto que la mitología griega nos ofrecía ya, de forma arquetípica, en la historia de Pigmalion. Pigmalión, nos cuenta Ovidio en La metamorfosis, es un escultor taciturno, quizá incluso algo misántropo[1], que vive sólo y consagra toda su energía a la elaboración de una estatua de marfil que representa a una mujer tan hermosa “que no podía deber su belleza a la naturaleza”. Una vez terminada su obra, Pigmalion se comporta con su estatua de un modo extraño: “la besa e imagina que sus besos le son devueltos”, le pone las mejores ropas, la colma de regalos y de joyas, y por la noche se acuesta junto a ella. Venus, la diosa del amor, que pasaba por ahí con ocasión de unas fiestas en su honor, se conmovió ante ese extraño cuadro y accedió a la petición de Pigmalion: dio vida a la estatua, la cual, de ese modo, pudo convertirse en la mujer del escultor… Dejemos de la do a Venus, que ahí hace que se cumpla el anhelo del escultor, y quedémonos con el nudo de la historia, una extraña historia de amor y de poder: un hombre consagra toda su energía, toda su inteligencia, a “hacer” una mujer, una mujer que ciertamente es obra suya y a la que él quiere como sea, infundirle la vida.

El Pigmalion de Ovidio tendrá una larga descendencia literaria. El propio Rousseau adaptó la historia en una “escena lírica” de gran éxito en su tiempo. El texto, escrito en 1762, iba acompañado de música y se interpretó en Lyon y en Paris, donde, según las gacetas de la época, “la concurrencia de público fue prodigiosa”. Vemos ahí a un escultor que, frente a una de sus estatuas, expresa, ante su creación, una multitud de sentimientos contradictorios: desaliento y postración cuando constata que su obra “no es más que piedra”, inquietud cuando cae presa del deseo desbordante de llegar más allá de la sola fabricación material; pánico cuando se da cuenta del sentido oculto de sus propias intenciones, orgullo inmenso por haber logrado un producto tan hermoso “que supera todo lo que existe en la naturaleza y rivaliza con la obra de los dioses”; entusiasmo y fascinación cuando admite “que no se cansa de admirar su obra, que se embriaga de amor propio y se adora a sí mismo en lo que ha hecho”. Luego, el escultor se embala y sus sentimientos se exacerban: pasión, ternura, vértigo de deseo, abatimiento, ironía hacia sí mismo y hacia su voluntad a la vez imperiosa e irrisoria de infundir vida al mármol, miedo, delirio… hasta que sus anhelos se cumplen, hasta el “éxtasis” cuando la estatua, por fin, se anima: “Sí, querido objeto encantador; sí, obra maestra digna de mis manos, de mi corazón y de los dioses… eres tú, sólo tú eres: te he dado todo mi ser; ya sólo viviré a través de ti”

Pigmalion está aquí, sin duda, hecho a imagen del educador. Y es evidente que Rousseau, familiarizado con los asuntos educativos, escogió el personaje sabiendo lo que hacía… hasta tal punto que ciertas críticas literarias consideran sin vacilación que ese breve texto desvela “aquello que el moralismo disimula en Emilio y en La Nouvelle Héloise” (Demougin, 1994). Más allá o más acá de las intenciones pedagógicas, se podría detectar ahí algo así como un proyecto fundacional una intención primera de hacer del otro una obra propia, una obra viva que devuelva a su creador la imagen de una perfección soñada con la que poder mantener una relación amorosa sin ninguna alteridad y consumada en una transparencia completa. Amar la propia obra es amarse a sí mismo porque se es el autor, y es también amar a otro ser que no hay peligro que escape, puesto que uno mismo se ha adueñado de su fabricación. Esa creación, claro está, es una aventura dolorosa cuyas etapas se corresponden, probablemente, con los distintos movimientos musicales de la “escena lírica” de Rousseau: obstinación en esmerarse para que la obra sea lo más lograda posible, cólera ante la resistencia del otro y la lentitud de sus progresos, apasionamiento cuando las cosas empiezan a desbloquearse y se siente que se está cerca del éxito, desaliento cuando se descubre que, a fin de cuentas, no se ha conseguido nada, tristeza en las expansiones sobre el propio destino, entusiasmo cuando se expone el proyecto a quienes se quiere convencer, inquietud de no estar a la altura de la tarea, serenidad al reemprender tranquilamente el trabajo… y “éxtasis”, a veces, cuando el otro colma nuestros deseos y se acurruca dentro de nuestro proyecto, cuando por fin se puede amarle y amarse a uno mismo sin reserva. ¿Qué educador no ha conocido esos momentos y no les ha vivido con mayor o menor intensidad? Pero también ¿qué educador no ha descubierto, cierto día, que, más allá de los infrecuentes momentos de “éxtasis”, no se ha conseguido nada definitivo? La narración de Ovidio y la de Rousseau terminan en el momento en que la estatua cobra vida. Expresan de ese modo, sin duda, una intención que a todos nos “labra” en profundidad… ¡pero nos dejan con la criatura en brazos, y nos obligan a conformarnos con la simple suposición de que los personajes, seguramente, como en los cuentos de hadas, “se casarán y tendrán muchos hijos”! Ahora bien: en la vida, las cosas no se interrumpen de ese modo y, después del “éxtasis”, hay que seguir viviendo. En la vida, las estatuas, aunque sean perfectas, si uno se arriesga a darles la vida, nunca son del todo sosegadoras.

Bernard Shaw lo tuvo claro cuando retomó el tema de Pigmalion en una obra teatral que tuvo un éxito considerable. Estamos en el Londres de comienzos de siglo y asistimos a una curiosa “experiencia pedagógica”. El doctor Higgins, un especialista en fonética que vive como solterón empedernido en un laboratorio extraño donde, valiéndose de instrumentos curiosos e imponentes, intenta reproducir la voz humana, acepta el reto de transformar a una florista en una duquesa. Lo conseguirá hasta tal punto que, en una gran fiesta. Liza será la admiración de toda la aristocracia londinense. Pero las cosas no tardarán en complicarse: la joven va cobrando confianza y le sienta mal que Higgins recuerde a su madre que ha tomado afecto a esa joven que no es más que el “resultado de un experimento”: “Déjala hablar, madre. Que hable de ella misma. Así te darás cuenta, muy pronto, de si es capaz de tener alguna palabra que yo no le haya puesto en la lengua. He fabricado esta cosa con las hojas de col que estaban tiradas y pisoteadas en el pavimento de Covent Garden. Y ahora, pretende hacerse conmigo la gran dama” (Shaw). La relación entre Liza y Higgins se hará difícil; sienten una obvia atracción mutua, pero esa “simetría afectiva” topa una y otra vez con la presencia tenaz de una “asimetría educativa” de la que no pueden hacer abstracción. Se quieren, está claro, pero Higgins ha “hecho” a Liza y no puede olvidarlo. En realidad, ama su obra y su éxito educativo y no puede soportar que ese éxito se aleje de él.

Pigmalion nos da, pues, acceso a comprender el mito de la educación como fabricación: todo educador, sin duda, es siempre, en alguna medida, un Pigmalion que quiere dar vida a lo que “fabrica”. No hay nada censurable en eso; muy por el contrario: intenta crear un ser que no sea un simple producto pasivo de sus esfuerzos sino que exista por sí mismo y pueda incluso dar las gracias a sus creador; porque es poco el placer, y la satisfacción mínima, si se fabrica a alguien que no sea nada más que un resultado de nuestros actos: siempre esperamos que desborde de algún modo ese resultado y pueda, por ese mismo desbordamiento, acceder a una libertad que le permita adherirse a lo que hemos hecho por él. Pigmalión quiere “hacer” a su compañera, pero no quiere que su compañera sea una estatua o, como lo dice Higgins, una “duquesa autómata”. Quiere una compañera que, al mismo tiempo, esté hecha enteramente por él y se le entregue por libre voluntad.

Las cosas se complican, y no poco: el educador quiere “hacer al otro”, pero también quiere que el otro escape a su poder para que entonces pueda adherirse a ese mismo poder libremente, porque una adhesión forzada a lo que él propone, un afecto fingido; una sumisión por coacción, no pueden satisfacerle. Y se entiende que esas cosas no tengan valor para él: quiere más, quiere el poder sobre el otro y quiere la libertad del otro de adherirse a su poder. He ahí una aspiración enormemente compleja cuyo rastro seguiremos por medio de nuevas aventura.



[1] Persona que, por su humor tétrico, manifiesta aversión al trato humano.

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